Tras la caída del bloque soviético han proliferado en los países excomunistas europeos grupos ultranacionalistas de diverso signo, en forma de partidos políticos, barras bravas, sindicatos e incluso presuntas organizaciones filántropicas que tienen el racismo y la xenofobia como idearios, y la violencia como herramientas de trabajo.
Europa Occidental mira con asombro la capacidad de organización de estos grupos, sue frecuentes cercanías con el poder, el uso que se hace de estos cuando es necesario para mantener el orden o alterarlo (véase Ucrania en 2014). Incluso en países que forman parte de la Unión Europea, partidos políticos que amparan estos grupos ultranacionalistas (que tienen en común su acérrimo antiizquierdismo y antieuropeísmo) han llegado al poder poniendo en marcha políticas discriminatorias contra minorías sociales (ejemplo en Hungría y sus ciudadanos de etnia gitana).
En Rusia estos grupos ultras, especialmente los moscovitas (del CSKA y el Spartak), han llegado a poner en jaque a las autoridades locales manifestándose y ganando adeptos en su lucha común contra otros rusos y ciudadanos de otras nacionalidades provenientes de las repúblicas que forman parte de la Federación Rusa, o estados independientes incrustados en el Caúcaso, donde conviven grupos de distintas etnias y religiones. La dureza y férrea disciplina heredadas de la época soviética se mezcla ahora con abundantes ríos de dinero que fluyen por manos opacas gracias al liberalismo y capitalismo salvaje que se ha instalado en esas bellas tierras.